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“La soberanía” – ¿Un juguete en manos de los poderosos?



“La soberanía” – ¿Un juguete en manos de los poderosos?
Para los poderosos, la soberanía es una espada; para los pequeños, debe seguir siendo un escudo
Por Sir Ronald Sanders

Se supone que la soberanía es la piedra angular del orden internacional: la declaración formal de que todo Estado tiene el derecho de gobernarse a sí mismo, proteger su territorio y determinar su propio destino. Sin embargo, las cartas de las Naciones Unidas y de la Organización de los Estados Americanos no proclaman la idea de soberanía en general, sino el principio específico de igualdad soberana entre los Estados. En el derecho, todos los Estados son iguales en soberanía; en la práctica, no lo son. La soberanía es tanto un derecho como una capacidad, y aunque todas las naciones poseen el derecho, no todas tienen los medios para ejercerlo libremente. En el mundo real, sólo los Estados poderosos son verdaderamente soberanos; los países débiles lo son únicamente por permiso o mediante una fuerte acción colectiva.

Desde la Paz de Westfalia en 1648, la idea de que todos los Estados son iguales ante el derecho internacional ha sido celebrada como el gran igualador de las naciones. Sin embargo, el poder, y no la ley, define los límites de la libertad. Las grandes potencias deciden cuándo está justificada una intervención, qué Estados pueden poseer determinadas tecnologías y qué constituye un gobierno legítimo. Regularmente se eximen de las normas que imponen a los demás.

El problema no es nuevo; sólo ha cambiado de forma. El sistema internacional fue construido para preservar el orden entre los fuertes, no para garantizar la igualdad de los débiles. La ley sigue al poder, no al revés. Cuando los Estados poderosos actúan más allá de los límites del derecho —ya sea mediante la acción militar, las sanciones o la coerción financiera— no son castigados. En cambio, para los Estados pequeños, la más mínima desviación provoca reproches, inclusión en listas negras o exclusión.

Los académicos poscoloniales han sostenido durante mucho tiempo que la soberanía misma fue concebida en términos imperiales. Como demostró el profesor Antony Anghie, las potencias europeas definieron a los pueblos “civilizados” como soberanos y al resto como sujetos de tutela. La herencia de esa jerarquía perdura. Los instrumentos han cambiado —préstamos para el desarrollo, condiciones de deuda, normas comerciales y regímenes de ayuda— pero la lógica sigue siendo la misma: algunos Estados pueden actuar libremente; otros, sólo cuando se les permite.

Las estructuras financieras y regulatorias internacionales actuales suelen reproducir esta desigualdad. El Caribe lo sabe bien, comenzando con la iniciativa de la OCDE de 1998 sobre la Competencia Fiscal Perjudicial, cuyas normas fueron impuestas a los pequeños Estados por lo que llamó “prácticas fiscales nocivas”. A ello siguió la “lista de jurisdicciones no cooperativas” de la Unión Europea (lanzada en 2016 y actualizada regularmente), mediante la cual varios países caribeños han sido repetidamente coaccionados a través de listas negras y grises hasta rendirse ante las normas impuestas.

Las agencias calificadoras, los comités de sanciones y los prestamistas multilaterales ejercen ahora el poder que antes manejaban los administradores coloniales. El resultado es lo que podría llamarse soberanía condicionada: la independencia de un Estado se respeta sólo mientras se conforme a las normas establecidas por los poderosos.

El politólogo Stephen Krasner llamó célebremente a este sistema una “hipocresía organizada”. Los Estados poderosos afirman respetar la soberanía, pero la violan siempre que sus intereses lo exigen. En la práctica, la soberanía se ha vuelto graduada: fuerte para unos, débil para otros. Los poderosos deciden la excepción; ellos determinan cuándo las reglas no se aplican.

Esta desigualdad se extiende a las instituciones internacionales. El poder de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU, la dominación de los Estados ricos en la gobernanza financiera mundial y las persistentes asimetrías en las negociaciones comerciales y climáticas demuestran que la igualdad soberana es, en gran medida, nominal. La arquitectura del derecho internacional nunca fue diseñada para redistribuir el poder, sino sólo para administrarlo.

Sin embargo, para los Estados pequeños y vulnerables, especialmente en el Caribe y el Pacífico, la condición de “Estado soberano” es tanto preciosa como precaria. No es un instrumento de dominación, sino un escudo de existencia: una frágil protección contra la negligencia o la coerción. Como enseñó el fallecido estadista caribeño Sir Shridath Ramphal, para los Estados pequeños la soberanía no es una licencia de poder, sino un escudo de supervivencia. Para los poderosos, la soberanía es una espada; para los pequeños, es un escudo.

Los pequeños Estados enfrentan la paradoja de la dependencia: deben interactuar con el sistema global para sobrevivir, pero hacerlo a menudo exige concesiones que erosionan su autonomía. La vulnerabilidad económica, la limitada capacidad militar y la exposición a los choques climáticos y financieros restringen el significado práctico de la soberanía. Sin embargo, es precisamente por esas vulnerabilidades que la soberanía importa más. Afirma la igualdad moral de las naciones incluso cuando la igualdad material es imposible. Por eso el Artículo 2(1) de la Carta de las Naciones Unidas es de tanta importancia: afirma que “la Organización se basa en el principio de la igualdad soberana de todos sus Miembros”. Aunque el principio se ignore con frecuencia, su proclamación es el salvavidas que otorga legitimidad a los Estados pequeños en el sistema internacional.

En el mundo contemporáneo, los conceptos emergentes de soberanía digital (incluida la inteligencia artificial), soberanía climática y soberanía alimentaria representan nuevos esfuerzos por establecer dominio en espacios controlados por corporaciones transnacionales y grandes potencias. Las campañas de los pequeños Estados, encabezadas por el Primer Ministro de Antigua y Barbuda, Gaston Browne, a favor de un Índice de Vulnerabilidad Multidimensional —adoptado por la Asamblea General de la ONU en agosto de 2024— y por el reconocimiento de derechos en el dictamen consultivo de la Corte Internacional de Justicia sobre el cambio climático de 2025, son ejemplos de cómo el derecho puede recuperarse como instrumento de igualdad, no de subordinación.

Por tanto, la soberanía debe ser siempre reivindicada por los pequeños Estados, pero su ejercicio debe fortalecerse mediante la acción colectiva. La soberanía individual se aplasta fácilmente con las herramientas de las grandes potencias. Para los pequeños Estados, la supervivencia depende de la cooperación, no de la confrontación; de la fuerza colectiva, no de la afirmación solitaria. La integración regional —ya sea a través de CARICOM, la OECO o la Alianza de Pequeños Estados Insulares (AOSIS)— transforma la debilidad en influencia al hablar con una sola voz sobre cuestiones mundiales como el cambio climático, la deuda y la financiación del desarrollo. Sin embargo, incluso comprendiendo esta realidad, algunos pequeños Estados continúan debilitándose a sí mismos y a los colectivos a los que pertenecen al buscar o aceptar alianzas convenientes con países poderosos a cambio de beneficios a corto plazo.

En un mundo donde el poder determina los resultados, los pequeños Estados deben unirse en solidaridad y causa común. Deben utilizar su legitimidad para persuadir, negociar y sobrevivir. La historia caribeña de descolonización, resiliencia democrática y compromiso con el derecho internacional le otorga una posición que no se mide en armas ni en riqueza. Cuando esa posición colectiva se ejerce con coherencia y constancia, los países pequeños se dan a sí mismos la oportunidad de existir con dignidad, preservando su cultura e identidad.

La desigualdad de la soberanía sigue siendo la contradicción central de nuestro tiempo: una doctrina que proclama la igualdad pero opera mediante la jerarquía. El desafío para los pequeños Estados no es simplemente sobrevivir dentro de ese sistema, sino insistir en que la ley debe contener al poder, no doblegarse para servirlo.

La soberanía, en su sentido más verdadero, es la libertad de elegir el propio camino sin coerción. Para los poderosos, esa libertad se da por sentada; para los pequeños, debe defenderse. Todos los pequeños Estados —en cada organización mundial y regional— deben comprender que el éxito de esa defensa depende de la acción colectiva, concebida conjuntamente.

(El autor es Embajador de Antigua y Barbuda ante los Estados Unidos y la OEA, y Decano de los Embajadores acreditados ante la OEA. Respuestas y comentarios anteriores: www.sirronaldsanders.com) 

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