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¿Un Nuevo Orden Mundial… o la admisión formal del Antiguo?



¿Un Nuevo Orden Mundial… o la admisión formal del Antiguo?
Por Sir Ronald Sanders

Durante mucho tiempo, el mundo ha hablado de un “orden basado en reglas”, como si la ley misma tuviera dominio sobre el poder. Sin embargo, detrás de las cortesías diplomáticas y la letra menuda de las cartas, fue el poder quien escribió las reglas y las modificó a voluntad. La diferencia hoy es que esas modificaciones se hacen a plena vista, y solo unos pocos fingen sorpresa.

Todos sabíamos lo que era el Orden, incluso cuando albergábamos la esperanza de algo mejor. Lo sabíamos en las negociaciones de la Organización Mundial del Comercio, cuando nuestros clamores por un trato especial y diferenciado para los pequeños Estados cayeron en oídos sordos. Lo sabíamos en las negociaciones sobre el Cambio Climático, cuando nuestras súplicas por un fondo de pérdidas y daños produjeron un paliativo, no una solución.

Desde el Tratado de Westfalia de 1648 hasta la Carta de las Naciones Unidas de 1945, el sistema internacional ha proclamado la igualdad soberana de los Estados. En la práctica, siempre ha sido más una aspiración que una realidad. La soberanía legal —el derecho declarado a ser libre de injerencias— pertenece a todos; la soberanía política —el poder de actuar sin permiso— pertenece a unos pocos.

Los teóricos del pluralismo han sostenido desde hace tiempo que la soberanía nunca ha sido absoluta, sino continuamente negociada, restringida y reformulada por las circunstancias. Los países pequeños y sin poder conocen esta verdad por experiencia, no por teoría.

La diferencia en las circunstancias actuales es la franqueza. La contención que antes moderaba el poder —o al menos daba la apariencia de negociación y respeto por los derechos de los Estados— ha cedido ante una exhibición abierta de fuerza. Los compromisos con la cooperación multilateral se tratan como conveniencias; los tratados se interpretan como opcionales; los tribunales internacionales se ignoran. El cambio no radica en los objetivos, sino en el descarte de la pretensión. El poder ya no siente la obligación de disfrazarse en negociaciones fingidas.

Para los pequeños Estados, este desenmascaramiento es más que académico. Su soberanía no es un instrumento para dictar a otros, sino un escudo frágil de defensa: el espacio dentro del cual pueden elegir a sus socios, legislar sus prioridades y expresar sus verdades. Cuando ese espacio se reduce, su independencia se convierte más en ceremonia que en sustancia.

Esta tensión es evidente hoy en la Comunidad del Caribe (CARICOM), donde hace medio siglo cuatro líderes —Michael Manley, Errol Barrow, Forbes Burnham y Eric Williams— declararon a la región como una Zona de Paz. Fue un compromiso visionario: que el destino del Caribe no estaría determinado por las rivalidades de potencias lejanas. Sin embargo, como advirtió recientemente el ex primer ministro de Jamaica, P. J. Patterson, ese compromiso está bajo amenaza. Describió como “fundamentalmente peligroso y una terrible erosión” la intrusión de operaciones militares externas en aguas caribeñas —acciones que, bajo el pretexto de la seguridad, parecen indiferentes a la soberanía, si no a la ley misma. Nada de esto niega el valor de la cooperación contra el crimen transnacional; solo insiste en que dicha cooperación se base en el derecho internacional, la transparencia y el respeto a la consulta regional.

Las preocupaciones de Patterson no son sobre quién actúa, sino sobre lo que la acción significa: que incluso dentro de las aguas que el Caribe considera suyas, las decisiones se toman en otros lugares. Y aunque la Comunidad del Caribe ha hablado con frecuencia de “soberanía colectiva”, la verdad es que cada nación, atada por la dependencia económica y de seguridad, ha seguido a menudo sus propios arreglos con potencias externas. La dependencia invita a comprometer la misma soberanía que se proclama con tanto énfasis.

Este es el gran paradigma de los pequeños Estados: dependen del imperio del derecho internacional, pero son impotentes cuando este se ignora. Se amenazan o imponen regímenes de sanciones sin mandato de la ONU —como lo han hecho la OCDE y la Unión Europea en materia de servicios financieros—; se justifican restricciones comerciales con supuestos déficits injustos, aun cuando los pequeños Estados caribeños no tienen superávit con ningún socio comercial —Guyana es ahora la excepción solo por las ventas de petróleo y gas—; y los mecanismos de derechos humanos son privados de fondos o credibilidad.

En realidad, los países pobres y sin poder han vivido en un orden mundial donde la justicia ha existido nominalmente, pero la aplicación de la ley, no. Así que cuando la situación internacional actual sugiere que avanzamos hacia un “nuevo orden mundial”, deberíamos preguntar: ¿qué tiene de nuevo? Lo único nuevo es la crudeza con la que se ejerce el poder. La jerarquía siempre ha estado allí —ahora solo algunos fingen lo contrario. No estamos presenciando el nacimiento de un nuevo orden, sino la admisión formal del antiguo: un orden en el que la fuerza hace las reglas.

Para las naciones pequeñas, las implicaciones son inquietantes. La soberanía pronto puede significar poco más que el derecho a gestionar los asuntos internos, siempre que no ofendan las ideologías o intereses de quienes dominan los océanos, los mercados y el paraguas de seguridad.

Sin embargo, la respuesta de los pequeños Estados no puede ser la retirada ni la desesperanza. Debe ser la firme insistencia en el lenguaje de la ley y los principios —no porque siempre nos proteja, sino porque sin él no queda nada a lo que apelar. El orden basado en reglas puede estar despojándose de su disfraz jurídico, pero su vocabulario aún define el terreno. La seguridad y prosperidad del Caribe han dependido durante mucho tiempo de asociaciones basadas en principios con las grandes democracias; su apelación debe ser mantener esas asociaciones firmemente dentro del marco de la ley.

En la Comunidad del Caribe, los gobiernos tendrán que entender y tolerar por qué algunos, en su interés nacional, deben mostrarse más complacientes con las grandes potencias. También deberán aceptar que la “soberanía colectiva” no puede ejercerse si conlleva castigo individual.

El desafío, entonces, no es someterse al emergente nuevo orden mundial dominado por el poder y la fuerza, sino impedir que el antiguo se vuelva descaradamente permanente. Porque cuando la ley se silencia y solo el poder habla, la escalera de la equidad se derrumba, dejando a los indefensos en el fondo. Se requiere cautela, pero también coraje.

(El autor es Embajador de Antigua y Barbuda ante los Estados Unidos y la OEA, y Decano de los Embajadores acreditados ante la OEA. Respuestas y comentarios previos: www.sirronaldsanders.com)

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